Andrés Vanegas tenía 11 años cuando encontró un diente de
caimán y una muelita de un cangrejo. No pudo estudiar y mientras trabajaba como
vigilante siguió explorando el desierto hasta convertirse en un paleontólogo
empírico que logró reunir a los mejores científicos en el patio de su casa en
una vereda del Huila.
De Neiva a Villavieja hay poco más o menos una hora de camino en carro. Villavieja es difícil de olvidar. Erguido en la plaza central, un megaterio de casi tres metros de alto, lejano pariente de los perezosos, se roba la atención. Estos animales abundaron y evolucionaron en una época en que Suramérica, aunque cueste creerlo, fue un continente aislado del resto de América. Seamos claros: no existía la conexión a través de ese lugar para hacer compras, con buenos hoteles y playas, un canal interoceánico y donde suena la música de Rubén Blades que hoy llamamos Panamá. Así que durante 70 millones de años esta fue la casa de todo tipo de especies fantásticas moldeadas por los caprichos de la evolución. Suramérica fue una isla que solo volvió a reconectarse a Centro y Norteamérica hace unos diez millones de años. “El espléndido aislamiento” lo llamaron algunos. Y una parte de los restos de ese esplendor biológico están enterrados en la Tatacoa.
¿A quién se le ocurrió pintar una réplica de megaterio de
color naranja zapote? Eso quedará entre los misterios de la burocracia
municipal de Villavieja. Como todo buen gobierno, la precisión científica no
está entre las prioridades. Nadie sabe qué color tenían los megaterios. Los
fósiles dicen muchas cosas, pero los colores de la piel no son una de ellas. En
todo caso naranja no parece un buen color para camuflarse en un lugar verde y
frondoso que entonces era más parecido al Amazonas que al Sahara. Nadie
evoluciona para ser presa fácil. (Imagen: Zona norte del desierto de La
Tatacoa, Huila).
Villavieja es un municipio cuya economía ha florecido
gracias al turismo. Dos observatorios astronómicos, un pequeño museo
paleontológico, hoteles y piscinas han ayudado a que a pesar de sus agobiantes
35 grados celsius, a veces hasta 40, arriben cada año millares de turistas. En
2016 recibió 172 mil y en 2017 unos 276 mil turistas.
Partiendo de Villavieja y atravesando el desierto de la
Tatacoa de sur a norte, perdido entre ese paisaje erodado por siglos de lluvias
y ríos, está el poblado de La Victoria. Aquí es mejor aclarar que el desierto
es en realidad un bosque seco tropical, confusión que saca de casillas a
algunos ecólogos, pero resulta útil para el turismo. La Victoria la conforman
unas pocas cuadras, desordenadas, sin pavimento, en las que viven unas 2 mil
personas. A diferencia de Villavieja, su economía es bien flaca. No hay
policía, no hay centro de salud. No hay casi nada. Muy probablemente el alcalde
de Bogotá Enrique Peñalosa, si pasara por allí, se podría referir a ella como
un potrero.
La semana pasada, sin embargo, llegaron desde la
Universidad de la Plata en el sur del continente y desde la Universidad de Yale
en el norte, desde Florida, desde Venezuela y hasta desde Zúrich, del Instituto
Smithsonian de Panamá, un grupo élite de geólogos y paleontólogos, en su gran
mayoría colombianos. Si uno revisa sus hojas de vida descubre rápidamente que
son personas dispuestas a buscar la aguja en el pajar: unos estudian el sarro
de dientes fosilizados, otras hojas microscópicas del cenozoico, alguno analiza
cangrejos de menos de 10 milímetros, otros se desvelan por el polen ancestral o
por los isotopos que permiten adivinar si la dieta de un animal extinto era
vegetal o carnívoro. Y aunque junto a los padres de los músicos y pintores, los
de los paleontólogos creen que sus hijos van a fracasar cuando eligen esa senda
profesional, la verdad parece ser otra. Todos se veían felices preparando sus
martillos, sus botas, sus cantimploras para enfrentar el desierto de la Tatacoa
en los días siguientes.
Un bautizo científico
El lunes 14 de enero, a las 7:00 p.m, todos se reunieron
en uno de los dos hotelitos que han nacido en La Victoria, en El Rubí. Carlos
Jaramillo, casi nadie se disgustaría si se dice de él que es el paleontólogo
colombiano más importante en la actualidad, tomó la palabra. Después de pedir a
todos que se presentaran y resumieran en 30 segundos su área de trabajo, el
investigador del Instituto Smithsonian dijo:
—El primer artículo científico sobre La Venta (así se
conoce esta zona entre los paleontólogos) se escribió en 1929. Desde entonces
se han escrito alrededor de 225. Solo tres son de colombianos.
En medio del mismo silencio respetuoso que se instaura en
sus discípulos cada vez que abre la boca continuó con su reflexión:
— Por eso es que estamos acá. Aquí vinieron los jesuitas,
los japoneses, los gringos de California y los de la Universidad de Duke. Les
podemos echar la culpa por no involucrar colombianos, pero la verdad es que es
nuestra. Tenemos los fósiles en nuestra casa.
Luego disparó preguntas a los estudiantes de pregrado de
Eafit, a los de la U. del Norte, a los de maestría, a los candidatos a un
doctorado, a los posdoctores, a los otros profesores que antes fueron sus
discípulos. El que oía su nombre quedaba petrificado como un fósil por unos
segundos.
— ¿Cuánto mide la cuenca?
Nadie acertó, así que él mismo respondió.
— La cuenca tiene unos 40 kilómetros por 25 kilómetros
aproximadamente. Calculo que se tendrán que recolectar unos 30.000 fósiles
antes de detenernos. Estamos en poco más de 1.000.
— ¿Cual es la edad de la secuencia?, volvió a arremeter
contra algunos estudiantes.
En esa acertaron varios: “Entre 13,8 y 10 millones de
años”. Aunque el consenso es que aún no está claro.
— ¿Qué es lo más interesante para estudiar aquí?
Y el mismo respondió:
— El óptimo climático del mioceno.
El último calentamiento del planeta resulta especialmente
interesante, porque en ese momento la atmósfera terrestre alcanzó a contener
500 partes por millón (ppm) de C02. Hoy vamos en 410 ppm por andar quemando
petróleo y talando árboles. Saber exactamente cómo reaccionan los ecosistemas
tropicales cuando la Tierra tiene fiebre por exceso de C02 ayudaría mucho a
despejar dudas sobre el cambio climático actual. (Imagen: El paleontólogo
colombiano Carlos Jaramillo, investigador del Instituto Smithsonian).
Las preguntas continuaron: ¿que tiene que ver el sistema
Pebas, qué tiene que ver esto con el Amazonas? ¿Por qué ríos como el Magdalena,
que antes fluían hacia el sur, hacia el Amazonas, cambiaron su rumbo hacia el
norte? Y otras tantas sobre la formación geológica del lugar.
Antes de cerrar la reunión Carlos contó que la expedición
a la Tatacoa era financiada en gran parte por William Anders, el piloto del
módulo lunar del Apollo 8, la primera misión tripulada de Estados Unidos en
orbitar a la Luna y finalmente regresar a la Tierra. Anders, quien por cierto
tomó la primera imagen espacial de la Tierra, de ese punto azul pálido como la
llamó Carl Sagan, luego se convirtió en mecenas científico.
Atrás del círculo de sillas rimax que formaban los
estudiantes y científicos, escuchando atento estaba Andrés Vanegas Vanegas. La
otra razón por la que estaban ahí reunidos. Su anfitrión. (Imagen: Grupo de
investigadores en una de las salidas a la zona norte del desierto de la
Tatacoa).
La historia de Andrés
Andrés nació en Villavieja, porque era el hospital más
cercano para su mamá, pero su familia lleva cuatro generaciones establecida en
La Victoria. Cuatro generaciones arando en el desierto. En el patio de su casa,
al fondo, se yergue un cactus de unos cuatro metros y también un árbol de
totumo que cuidó su bisabuelo, su abuelo, sus padres y ahora protegen él y su
hermano menor Rubén. Ellos dicen que es el cactus más alto que han visto en el
desierto. Hablan de ellos como dos miembros más de la familia.
Cuando cumplió 11 años un maestro de la escuela organizó
una salida al desierto. Ese día ocurrió el milagro científico de su vida.
Mientras sus compañeros jugaban y saltaban alrededor, él caminaba con la mirada
pegada al piso. De repente: una piedra que parecía un diente o un diente con
pinta de piedra. Siguió escarbando con la mirada y encontró unas tenacitas de
cangrejo. Eso fue en la vereda El Cusco.
Durante muchos días observó ese diente y esa tenacita de
cangrejo. Como si fueran de un extraterrestre. Su abuelo Wenceslao Vanegas le
contó que los animales y los árboles cuando se secaban se volvían piedras. A
los colmillos los campesinos les decían “cachos de piedra” y a los restos de
huesos relativamente comunes en esos parajes solitarios: “chocosuelas”. El
abuelo les prometió a él y a su hermano Rubén que algún día los llevaría a
conocer un árbol completo convertido en piedra. (Imagen: A la izquierda Rubén
Vanegas, hermano de Andrés, junto a los otros niños que hacían parte del grupo
Vigías del Patrimonio de la Tatacoa en
el año 2011).
En un sitio al que casi no llegaban libros, ni nadie
sabía nada de paleontología, Andrés tuvo la suerte de que un primo le regalara
una cartilla sobre dinosaurios. Su imaginación detonó. Entendió que eran piezas
de animales extintos. Tres o cuatro años más tarde, un amigo de su hermano
Rubén reveló un secreto. En el kilómetro 121 podían encontrar “dientes de
dinosaurio”. Andrés conformó su primera expedición paleontológica.
“Encontramos osteodermos de armadillo, más tenacitas de
cangrejo y dije: Vamos a tener un museo en La Victoria”.
La fiebre por los fósiles ya no se detuvo. Andrés reclutó
a otros niños. Llegaron a ser hasta 15 en los meses siguientes. Armados con
cepillos de dientes, destornilladores, bolsas de arroz y cajitas de bocadillo
para guardar piezas, con agua y “guampanas” como provisiones, caminaban en
jornadas que duraban hasta cinco o seis horas por el desierto. Su mamá pedía en
las tiendas cajas de cartón y recipientes para que organizaran los fósiles.
“Un día fui a visitar el Museo de Villavieja. Quería
entender todo esto. Gladys Vanegas fue la primera persona que me dio algo de
información”. Pero no suficiente para saciar las decenas de preguntas que
borboteaban en su cabeza. En 2009 contactó al Servicio Geológico Colombiano y
un año más tarde por fin una comisión visitó “su museo” instalado en la casa de
bahareque donde vivió su bisabuelo. Andrés y Rubén organizaron las principales
piezas que habían recolectado con los otros niños. Los funcionarios quedaron
sorprendidos.
“Si encuentras algo grande nos avisas”, le dijeron, y le
regalaron su primer frasquito de B72. Una sustancia consolidante que no puede
faltar entre los aparejos de un paleontólogo y sirve para evitar fracturas de
las piezas. También le regalaron yeso.
“Algo grande”, no tardó en aparecer. Fue un gliptodonte,
pariente lejano de los actuales armadillos, que protegió hasta que regresaron
los del Servicio Geológico para desenterrarlo.
Andrés nunca dejó de pensar en los fósiles. En cómo
salvar más piezas de ese naufragio del tiempo. “Los fósiles tienen algo mágico.
Generan una conexión. Todos queremos encontrar cosas que nadie ha visto”.
Buscando y buscando, incansable, escuchó sobre un programa del ministerio de
Cultura, Vigías del Patrimonio. Averiguó todo lo que tenía que averiguar,
convenció a sus secuaces de La Victoria y se autobautizaron “Vigías del
Patrimonio Cultural y Natural La Victoria”. Tenían por fin una identidad. En La
Victoria, sin embargo, nadie les prestaba atención. Eran solo niños recogiendo
piedras que no servían para nada más que para trancar puertas. Andrés no se
amilanaba y pensaba que eran “tan afortunados que ha venido gente de Japón
hasta acá. ¿Por qué venían? Esto debe tener un valor”.
La necesidad de tener un trabajo, con su familia acosada
por el dinero, aburrido con unos pocos semestres de psicología que logró
completar en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, no le quedó otra
salida que aceptar un trabajo como guardia de seguridad en Neiva. Por suerte,
lo asignaron a la Universidad Surcolombiana.
Entonces ocurrió una feliz coincidencia. En una de las
rondas por los pasillos de la universidad desembocó en el Museo Geológico y del
Petróleo. Supo al instante que ahí adentro se escondían cosas que le
interesaban. Así que regresó unos días más tarde.
Vió a un par de estudiantes sufrir organizando cajas con
fósiles.
— Si quieren les colaboro, dijo Andrés.
Los estudiantes lo miraron con curiosidad y le
preguntaron por qué sabía de fósiles. Les contó su historia y les dejó el
número de teléfono. Días más tarde lo llamó el profesor Roberto Vargas Cuervo y
lo invitó al museo: “Recuerdo que lo confronté y empezó a responderme datos de
paleontología. Tenía un libro a la mano con unos fósiles y le pregunté esto qué
es. Y el tipo le pegó perfecto”.
Conmovido, Vargas lo involucró en la reorganización del
museo y le ofreció que asistiera a una de sus clases sobre geología. Andrés se
presentó con su uniforme azul de vigilante.
“Me decían wachi pero luego los estudiantes se dieron
cuenta de que sí sabía y me respetaban”.
Consiguió una nota de 4,5 sobre 5,0. Por esa época creó
con sus amigos el Museo de Historia Natural La Tatacoa, que no era nada
distinto a la vieja casa de bahareque de su bisabuelo. Vargas le dio un empujón
para que se vinculara a la Red de Museos del Huila. Sus tres pilares:
“Proteger, conservar y divulgar”. (Imagen: Cráneo de un Gryposuchus
colombianus, descubierto en la Tatacoa).
Poco a poco se iba extendiendo el rumor de un joven que
conocía de fósiles en la Tatacoa. Apareció primero Ascanio Rincón, un
paleontólogo venezolano que casi se desmaya cuando Andrés le mostró una
mandíbula de primate y otras piezas bastante codiciadas. Y también Andrés Link,
profesor de ciencias biológicas de la U. de los Andes, experto en primates,
quien quedó deslumbrado por la tenacidad y el conocimiento de Andrés.
Esos primeros guiños de investigadores de alto nivel le
sirvieron para entender que iba por buen camino. Pero el momento de serendipia
ocurrió cuando Vargas Cuervo le contó que por el museo pasaría por unos días un
experto colombiano en caimanes para estudiar el fósil de un Gryposuchus
colombianus. Se trataba de Jorge Moreno Bernal.
Jorge le dio el correo electrónico de su jefe, el
paleontólogo Carlos Jaramillo, y le dijo: “Yo no lo puedo ayudar, pero mi jefe
sí, escríbale”.
Andrés, desilusionado y cansado de tocar decenas de
puertas en busca de ayuda, de intentar convencer a tres alcaldes sucesivos de
Villavieja, a los funcionarios de la Gobernación, a los del Servicio Geológico
Colombiano, a gente aquí y allá, no le escribió. Pero meses más tarde se
autoconvenció con un argumento sencillo: “¿Qué pierdo? Nada” y tras investigar
mejor quién era ese tal Jaramillo, enterarse que había descubierto la Titanoboa
cerrejonensis, la serpiente más grande encontrada hasta la actualidad, y era
una autoridad mundial en palinología se sentó al computador y escribió:
Buenos días,
Me dirijo a usted como coordinador del grupo de vigías
del patrimonio paleontológico la Tatacoa, para poner en su conocimiento de la
existencia de un grupo de jóvenes que nos hemos interesado por este patrimonio
que se encuentra por todo el territorio del municipio de Villavieja...
... Me dirijo a usted por recomendación del el señor
Jorge Bernal, quien nos ha comentado de su excelente trabajo en este campo y
nos interesa que se vincule a nuestra iniciativa todo el que nos pueda apoyar
con su conocimiento y experiencia, anexo algunas fotografías de algunas de las
piezas que tenemos y otras actividades que hemos realizado, muchas gracias por
su tiempo y quedo a la espera de una positiva respuesta.
La respuesta llegó en pocos minutos: Carlos le dijo que
estaba en Chile, pero pasaría por Colombia y lo visitaría. Andrés no lo podía
creer.
Ese correo que Andrés casi no escribe al final de cuentas
desencadenó el redescubrimiento de la Tatacoa y una de las más interesantes
colaboraciones científicas en Colombia. Carlos llegó solo al aeropuerto de
Neiva como lo prometió. Andrés jamás se imaginó que uno de los mejores en el
campo de paleontología fuera un tipo tan sencillo y generoso. Más tarde Carlos
le envió dinero para que construyera una primera etapa del museo, dos cuartos
amplios para albergar las piezas y recibir a los investigadores. También lo ha
guiado en el registro de todas las piezas para tener una colección con
estándares profesionales. Le envió paquetes enteros por correo con todos los
artículos científicos que detectó sobre la Tatacoa y algunos libros sobre
paleontología. Y la expedición de la semana pasada, como lo anunció Carlos, fue
“el bautizo científico” de Andrés, de los Vigías, de su museo y de una nueva
etapa en la exploración paleontológica y geológica de toda esta región. Andrés
ya figura en tres artículos científicos como coautor. (Diente fósil de un
gavial extinto. Esta especie de cocodrilo vivió hace unos 11.8 a 13.5 millones
de años en los humedales que existían donde hoy se ubica el Desierto de La
Tatacoa).
La vieja biodiversidad
En 1959, el norteamericano Donald Savage, quien había
visitado Colombia en 1950 y estaba al tanto de las expediciones que comandó
Ruben Arthur Stirton, de la Universidad de California, entre 1944 y 1951 en el
desierto de la Tatacoa, escribió para la revista Pacific Discovery un artículo
que tituló “Colombia is the Key” (Colombia es la clave). Con “clave” se refería
a que La Venta representaba “una de la últimas sociedades de mamíferos que
dominaron la vieja fauna de Suramérica”.
Savage describió para sus lectores un paisaje
estrambótico y vital, como debió ser la casa de Andrés hace 12 millones de
años: notungulados “que parecían ovejas con una larga cola, marsupiales
parecidos a lobos y a hienas”, legiones de micos saltando entre las ramas de
los árboles que crecían al lado de amplias corrientes de agua en las que se
escondían peligrosos caimanes de ocho metros. Un territorio habitado también
por edentados, familiares de los perezosos, armadillos, gliptodontes y
hormigueros, centenares de tortugas enormes, litopternos parecidos a camellos
pequeños. Volando sobre las cabezas de todos murciélagos y escondiéndose en
laberintos de plantas y enredaderas miles de lagartijas, serpientes, ranas,
caracoles y artrópodos. “Todo este conjunto de la vida está representado en La
Venta”, anotó Savage.
El sueño de Andrés, su hermano Rubén y el resto de los
Vigías de la Tatacoa es rescatar ese pasado pero también a toda su comunidad a
través de la ciencia y el turismo. Y, si tienen suerte, esperan también
encontrar restos de un animal legendario, “el ave del terror”. (Vea:
Científicos a la reconquista de la Tatacoa).
Referencias:
Pablo Correa. El
pelao que salvó 12 millones de años de historia. Fuente periódico El Espectador
26.01.2019 (https://www.elespectador.com/noticias/ciencia/el-pelao-que-salvo-12-millones-de-anos-de-historia-articulo-836273?fbclid=IwAR2JaivvQ4NuSjLw6pU8wiMkI30EFAfUOjaxvlGlWlM2zsLuBY0N8PYOtxY)
[Última consulta 27.01.2019].
Todas las imágenes y fotografías aquí publicadas son
propiedad de sus respectivos autores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario